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  • ¿Creacionismo o evolucionismo? Evolucionismo, sin duda

    Un desfile de lujo a través de los avatares de la historia nos demuestra que el influjo de la agenda ha expandido sus dominios marcando tendencias a lo largo del tiempo

    Sin nuestra agenda personal nos sentiríamos tan desconcertados como la agenda si no encontrara a su predecesor, el calendario.

    Los avatares de la historia son los espacios más recónditos donde puede refugiarse el alma. En esas cavernas silenciosas y poco iluminadas se hallan los secretos milenarios de muchos inventos; quienes siguieron la teoría de la evolución de Darwin, hoy creen que están aquí debido a la necesaria evolución que requirió aquello que un día se hizo palpable: la vida; así, tras la misma teoría evolutiva, vimos nacer un artículo que, desde hace milenios, evolucionó hasta hacerse imprescindible: la agenda.

    Sin fechas precisas, podemos situar la aparición de la agenda entre las civilizaciones antiguas sin temor a equivocarnos. Su larga vida comenzó en el sector público y más adelante se instaló en el ámbito privado, tal y como la conocemos hoy. En un principio. La agenda se definió como un cuaderno donde se apuntaba “aquello que se ha de hacer” (traducción literal del latín agenda) y su utilidad era planificar las actividades profesionales o personales de forma tal que las tareas a realizar no cayeran en el olvido o el descuido de la desmemoria.

    Siempre hablando de sus albores, la parte principal de la agenda era un conjunto de páginas en blanco para las anotaciones y se ordenaba según el calendario. La primera página se dedicaba a la información personal de su propietario, que incluía datos relacionados con el automóvil, los seguros, entidades bancarias, algún teléfono de contacto en caso de emergencia, etc.

    Debido a su inicial uso profesional, fueron las agendas corporativas las primeras en adoptar la forma más cercana a la agenda de papel actual y, entre las más antiguas, encontramos ediciones que contenían información específica relacionada con la actividad profesional del sector, dividida en apartados y secciones complementarios. Esta innovación comercial dio lugar a un nuevo cambio evolutivo y con el tiempo apareció la agenda llamada generalista, que contenía información amplia y variada. Comúnmente, incluía el santoral local, el nombre de los días de la semana y los meses en los idiomas más populares, mapas, planos, direcciones y teléfonos de utilidad: bomberos, policía, embajadas, aeropuertos; secciones dedicadas a la conversión de medidas, fases lunares, etc.; un apartado para un listín telefónico personal –en blanco– y nos fuimos acercando a nuestros días.

    Su vida útil, ayer y hoy, solía y suele ser, de un año, generalmente un año natural, pero en la actualidad podemos conseguir agendas adaptadas al calendario escolar o deportivo. En cualquier caso, una vez agotado su tiempo, su función cumplida, solemos deshacernos de ella, aunque en la antigüedad se preservaban por diversos motivos que iremos descubriendo en cuanto nos adentremos en sus orígenes.

    Hoy dando los primeros diez pasos del siglo XXI, podemos escoger entre innumerables versiones de agendas: desde una opción económica hasta una con firma de diseñador de moda y algunas elaboradas con los materiales más nobles y el más exquisito gusto, consideradas de lujo, que luego se destinan a acompañar los días del afortunado que la recibe como un regalo especial para comenzar un nuevo año.

    Para dar paso a la historia más profunda, cerramos estas líneas con una versión: la agenda electrónica, presente en ordenadores, móviles e infinidad de modernos aparatos tecnológicos que, según las estadísticas, aún pierden la pulsada con la tradicional y entrañable agenda de papel.

    El génesis, la calenda, el día uno… de la agenda

    Sobre un escritorio de madera lustrada, varios calendarios antiguos sostienen el peso de la historia con la ligereza que les otorga su victoriosa ancianidad. En sus páginas, descansa la cultura de todos los tiempos y de todos los pueblos, en sus inscripciones e ilustraciones se mantienen vivos los hechos más importantes de toda la Humanidad.

    Nació, sin mala intención, para marcar el destino del hombre; sin orden ni concierto y al azar, el calendario fue la primera agenda que existió.

    Desde la antigüedad cada civilización tuvo su propio calendario y cada religión el suyo. Esta relación tan estrecha permite que, a través de los vestigios encontrados, podamos hacer una lectura de quehacer diario de estos pueblos, de sus intereses y actividades cotidianas.

    En el antiguo Egipto, la estrella más resplandeciente del cielo, Sirio, fue la guía a la cual confiaron los egipcios su primer calendario al coincidir su orto helíaco con el día 1 del mes de Thoth, el primero de los doce meses egipcios de 30 días cada uno y cinco epagómetros, los días complementarios para obtener un año de 365 días.

    Según Heródoto, “Los egipcios fueron los primeros de todos los hombres en descubrir el año, y ellos mismos decían que lo hallaron a partir de los astros”. Y podemos agregar que también se debió a sus avanzados conocimientos de aritmética, geometría y un profundo conocimiento astronómico, que en el año 238 a.C. Se reunieron en Cánope, los llamados hierográmatas por su condición de gramáticos y letrados, los jefes religiosos y los sacerdotes-sabios para llevar a cabo el “ajuste de los decimales de día” que habían desplazado muchos días el calendario astronómico; esto ocurrió en el templo de los dioses de Evergetas.

    Este calendario Sirio puede considerarse la primera agenda de una civilización de la antigüedad. En él se figuraban todas las actividades que habrían de llevarse a cabo cada día para que, cuando el Nilo, con la precisión de un cronómetro desbordara ese año, el pueblo pudiera continuar con el proceso inmutable de la vida que el río otorgaba y quitaba a su paso.

    Así, cada pueblo supo encontrar su propia distribución del año solar o lunar, y sabemos hoy que los calendarios hebreo, chico, indio, islámico, azteca, maya… son organizadores de tares y no meros informativos.

    Un ejemplo más tardío del uso como agenda es el calendario Revolucionario o Republicano Francés que nombró los meses según los fenómenos meteorológicos: Vendimiario (de la vendimia) que comenzaba el 22 de septiembre y acababa el 21 de octubre y continuaba con Brumario (de las brumas), Frimario (de las escarchas), Nuvoso (de las nieves), Pluviosos (de las lluvias), Ventoso (de los vientos), Germinal (de las semillas), Floreal (de las flores), Pradial (de los prados), Mesidor (de la recolección), Termidor (del calor) y Fructidor (de los frutos) que acababa el 16 de septiembre, los cinco días “faltantes” eran los famosos epagómenos o “sanculótidos”.

    Para los más nostálgicos la agenda es como un dietario o diario que recuerda las peculiaridades de un período en particular de nuestra historia

    Sin embargo no solo la agricultura, guiada por la astronomía, marcaba cada día con una actividad o tarea a realizar, también la religión se ocupó extensamente en estos menesteres de organizar el tiempo de sus súbditos. Para todos los fieles, cada religión creó su calendario y, curiosamente, nos encontramos con verdaderas agendas “apretadas”, repletas de actividades, exclusivas de los clérigos, los más obligados a llevarlas a cabo. Si a los fieles, el calendario les organizaba los días, semanas y meses, para los clérigos también estaban organizadas las horas, tanto del día como de la noche. El conocido “Ora et labora” de San Benito, es la agenda benedictina, escrita a principios del siglo VI, para los monjes. Pese a su estricto rigor, años más tarde hubo de reformarse para equilibrar las horas de meditación, oración y sueño con las del trabajo que, por ser generalmente agrario, requería más dedicación durante las estaciones más benignas para esta actividad tan necesaria para la vida como la oración para la vida espiritual.

    El calendario hebrero, cuyo inicio de las épocas fue oscilando hasta que el rabí Samuel marcó el día uno según la cronología bíblica como el 7 de octubre del año 3761 a.C. Es de una gran complejidad y está jalonado por las grandes fiestas: la Pascua, en la que debe sacrificarse el cordero y ofrendarse las primicias de la cebada; las segundas Pascuas en el mes de Iyar; la ofrenda de las primicias del trigo en Siván; el gran ayuno, en conmemoración de la toma de Jerusalén por Tito; el ayuno por la destrucción del templo, etc.

    Como vemos, los respectivos calendarios nacieron con el ánimo de informar y guiar; en definitiva, de organizar. Y, el tiempo, hizo imperativo el dietario o diario, la actual agenda, que desde los primeros tiempos era popular y fue personal y privado al que le confiamos nuestras horas.

    Como agendas populares podemos citar aquellas que se incluyen en el género historiográfico; en ellas se incluían las noticias de día y tenían una frecuencia mayor que los anales y las crónicas en las cuales se originaron. Estas agendas, que contenían la información de los sucesos, se utilizaban también para apuntar futuras actividades, reuniones y actividades a recordar, en algunos casos se realizaban ilustraciones en ellas y, por su carácter informativo, se archivaban, porque estos documentos cotidianos y de orden público eran una forma de entender la vida, de entender la Humanidad.

    Hoy, nuestras agendas, con toda la información que nos adelanta el calendario (aquel que hayamos elegido), siguen siendo ese espejo sensible de nuestra vida.

    La imperturbable diosa de las horas, las semanas y los días; la incansable hacedora de tiempos milagrosos “entre horas”, una compañera infatigable que comenzará de nuevo un viernes de enero 2021… Aquí en occidente, claro.

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